24 noviembre 2013

Día 103 fuera de casa.

Tenía unos ojos de esos que si te quedabas mucho rato mirando, el corazón te latía más despacio. Sí, más despacio, porque el mundo se detenía, y solo existían sus ojos, nada más que sus ojos. Podías ver el otoño en ellos. Podías ver las hojas cayendo a cámara lenta. Podías ver cómo las ramas de los árboles se iban quedando más desnudas, cómo el viento las empujaba y cómo se movían, casi simultáneamente, mientras se dejaban  mecer. Podías ver el agua de aquel arroyo bajar por la montaña. El musgo en las rocas. Podías ver las luces de la ciudad en aquellos ojos. La vida de las calles de Madrid por la noche. Podías ver la lana abrigando los cuellos en invierno. Y dos manos rozándose por primera vez. Un libro nuevo abriéndose por la primera página. Tu pelo trenzándose. Los dedos de alguien impaciente golpeando una mesa. Una lágrima reprimida. Gritos de inconformismo. Llantos de desesperación. Podías ver tantas cosas... Por eso, aquella noche, cuando se fue a dormir por última vez, el mundo perdió un otoño, y las calles ya no volvieron a brillar.

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