Una mirada un día me atrapó mientras vagabundeaba las calles, sin siquiera saber qué buscar, sin querer encontrar nada, pero encontrando. Un azul tan claro que, aunque se me incrustaba en mi más hondo pensamiento, no dolía. Cautiva, abría más mis ojos para llenarme de aquel raro elixir de sabor amargo, pero terminado dulce. Apartaba mi mirada de la suya, pero como perro que vuelve a por otro cacho de hueso, yo volvía a por otro trozo de mi pequeña felicidad. Una felicidad de un azul tan puro, que el cielo se quedaba sin color, que el mar ya no era digno de admirar. Un azul que sacudía, que te azotaba la cara, un azul que no era simplemente azul. Olvidé entonces todo lo que me rodeaba, no solo lo físico; me olvidé a mí misma, me olvidé de existir y mi corazón ya no recordaba cómo latir, mis pulmones cómo respirar. Me olvidé de hablar, me olvidé de quién era, de quién eran todos. Por un momento, pensé que el mundo había cobrado todo el sentido que había perdido meses atrás, que por fin algo de luz empezaba a guiarme en el túnel en el que me había quedado estancada hacía un tiempo. Por un momento pensé que me pertenecías, de la forma en la que las raíces de un árbol pertenecen a la tierra, de la forma en la que un bebé pertenece a su madre, de la misma forma en la que había visto pertenecerse a dos amantes una noche.
Meses, años parecían haber pasado, pero lo cierto era que todo aquello solo pertenecía a un instante, y que, probablemente, la única forma de tenerte fuese escribiéndote en unas simples líneas que nadie leyese jamás. Cuando recordé al fin cómo volver a ver, cuando recordé cómo se respiraba, abrí mis ojos y el azul se había ido. Mi corazón, que se había encogido al ser cautivado por tu azul, ahora parecía hundirse dentro de mí. Esperaba, sin querer buscar nada, sin querer encontrar nada, volver a ser cautivo de un color momentáneo.
Amores a primera vista.
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